miércoles, 16 de junio de 2010

Días que pasaron a la infamia

El 16 de junio de 1955, a las diez y treinta horas, un grupo de oficiales trató de cumplir con el sueño de la oligarquía: Matar a Perón.

Más de cien bombas cayeron en la Plaza de Mayo desde aviones que luego de cometer esta atrocidad, se refugiaron en Montevideo. En tierra, insurgentes trataron de tomar la Casa de Gobierno pero fueron derrotados por las patrióticas filas del regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín y el Batallón Buenos Aires. A pesar de la negativa de Perón de mezclar a civiles en su defensa, una cantidad importante de obreros empuñó las armas en una inevitable reacción popular.

Con más de 400 muertos y 1500 heridos, esa tarde, la lluvia cayó torrencialmente sobre la ciudad de Buenos Aires.

Lleno de bronca pero haciendo honra a su grandeza, Perón llamó a “no unir a la infamia de los atacantes, nuestra propia infamia”. Sin embargo, esa noche fueron incendiadas cuatro iglesias y dos capillas.

Esta tentiva fue la antesala del definitivo golpe que se ejecutaría meses después. La oligarquía, el clero y los sectores parasitarios de la economía argentina, estaban dispuestos a destruir todas las obras del peronismo. El 16 de septiembre siguiente, estalló la “Revolución Libertadora” que culminó con la renuncia de Perón. Así, la oligarquía nacional con el apoyo del Imperio Británico, arremetió contra la organización sindical, destruyó las instituciones peronistas, proscribió al movimiento, canceló las políticas sociales y marcó el inicio de un nuevo proceso de sometimiento para el pueblo. De todos modos, el legado histórico de esos años de felicidad y grandeza no lo pudieron destruir jamás. A pesar de los fusilamientos, a pesar de la proscripción, a pesar del terror, el peronismo vive. La sabiduría del General se cumplió una vez más, pues lo que el dejó en el alma de cada peronista, no se pudo destruir “ni con discursos, ni con sermones, ni con mentiras, ni con calumnias”.

Matías Fernández

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